És la obsesión del surfista por encontrar la ola perfecta en el Mar Mediterráneo, habitualmente plano.
Recorro la costa de Cataluña con una furgoneta cargada de amigos y tablas de surf; desde el cabo Falcó, en el norte; hasta el río Sènia, en el sur; siempre siguiendo la corriente del mar.
Buscamos cómo desesperados una satisfacción de tres segundos que, sobre la tabla, se convierten en una eternidad. La buscamos los días (o día) en que el mar entra de fondo o de viento –según diga la previsión de las boyas que encontremos en Internet–.
Después de años ciegamente obsesionado, surfeando olas pobres de 0,3 metros, comencé a frustrarme y empecé a ser más selectivo a la hora de ponerme el neopreno.
Fue entonces cuando puse el objetivo en la cámara y, a través de él, traté de capturar cuan viva y vibrante es hoy la cultura del surf mediterráneo en Cataluña.
Es por esta obsesión que me persigue que, por las noches sueño lo que he fotografiado, y durante el día fotografío lo que he soñado. En mis sueños, una misma situación se repite constantemente: encuentro obstáculos que me hacen muy difícil llegar al mar. Llego a duras penas. Pero llego.
En vigilia, no todo es sufrimiento; hay también días idílicos que nos recuerdan a California. Y, por esa razón, durante el resto del año, seguimos buscando en el Mediterráneo, habitualmente plano, un baño glorioso.